domenica 25 aprile 2010

¿Una ley especial para los movimientos eclesiales?



Desde hace algunos años un sector de la doctrina canónica está planteando la necesidad de contar con una legislación especial para los movimientos eclesiales, considerando que es insuficiente la actual disciplina universal sobre las asociaciones de fieles para regular algunas cuestiones que presentan los movimientos eclesiales (incardinación de sacerdotes, régimen jurídico de los diversos estados de vida presentes en cada movimiento, etc.). Para estos autores, convendría que la Santa Sede promulgara una “ley marco”, o bien una normativa general común, dentro de la cual los movimientos eclesiales pudieran encontrar cabida. Algún autor ha propuesto la elaboración de una “Magna Charta” con algunas normas comunes que ofrecieran los principios generales para redactar los propios estatutos. Otro autor ha propugnado, incluso, la creación de una nueva figura jurídica: los movimientos eclesiales.



Al contrario, otro sector doctrinal considera que la heterogeneidad que presentan los movimientos eclesiales no permite un único encuadramiento canónico de todos ellos dentro de una normativa común. De ahí que una ley marco que pretendiera abarcar la diversidad existente entre los movimientos eclesiales podría resultar tan genérica que se convirtiera en superflua, o bien tan rígida que impidiera el desarrollo futuro de los movimientos eclesiales.



Se puede añadir que, en cierta medida, ya existe la ley marco para los movimientos eclesiales que se reclama desde algunos sectores de la ciencia canónica. El Tit. V, Parte I, Libro II del CIC (cc. 298-329, sobre las asociaciones de fieles) contiene una normativa común suficientemente flexible para permitir a los movimientos eclesiales una ubicación general adecuada en el tejido eclesial, teniendo en cuenta que el carisma, así como otros aspectos propios de cada movimiento, son determinados en cada caso en los respectivos estatutos aprobados por la autoridad eclesiástica competente, de acuerdo con el principio de subsidiariedad.



Conviene también precisar que la comisión codificadora tuvo en cuenta esta cuestión durante el proceso de redacción de los cánones del CIC que tratan de las asociaciones de fieles. Considerando el desarrollo del fenómeno asociativo en la Iglesia, manifestado en la gran variedad de formas y fines que persigue cada asociación, y siguiendo el principio de subsidiariedad, se pretendió elaborar una normativa lo suficientemente amplia con el fin de no sofocar la vida de las asociaciones, así como prever posibles conflictos entre el elemento carismático e institucional.



Preguntado acerca de la institucionalización de los movimientos eclesiales, el Cardenal Ratzinger contestaba: «Una cierta institucionalización es, pues, inevitable. Tenemos sólo que vigilar para que la institución no se vuelva una armadura que termina por aplastar la vida, y debemos hacer todo lo posible para que el elemento institucional permanezca, por decirlo así, en toda su sencillez, de manera que no se apague el Espíritu».



En relación con este tema puede resultar ilustrativo traer a colación la historia de Procustes, un personaje de la mitología griega. Según narra una interpretación del mito, Procustes tenía una posada y se consideraba un buen anfitrión para los cansados viajeros. Cuando un caminante pasaba por su fonda, Procustes insistía mucho en que hiciera noche en la hospedería. Después de obsequiar al viajero con deliciosas viandas, regadas con vinos exquisitos, Procustes le enseñaba el lecho. El problema era que había una sola cama de un determinado tamaño y Procustes era un perfeccionista. Para el dueño de la casa, el invitado tenía que adaptarse a la cama y no al revés. Si el visitante era alto, Procustes le cortaba las piernas con un serrucho; si, en cambio, era demasiado bajo, lo ataba a un potro de tortura y lo estiraba hasta descoyuntarle los huesos. Procustes conseguía de este modo la medida humana adecuada al lecho.



Algo parecido al mito de Procustes sucede si se pretende colocar realidades eclesiales diversas entre sí dentro de una misma matriz jurídica. El resultado final es siempre el mismo: el carisma sufre porque no encuentra allí una colocación adecuada a su naturaleza, y se pone en juego el desarrollo futuro de estas realidades, incluso, su misma supervivencia. El canonista debe aprender a renunciar a la pretensión de querer regular hasta el más mínimo detalle de la vida del cuerpo eclesial. El ordenamiento canónico se caracteriza por su apertura a la acción divina y su adaptación flexible a las necesidades de los fieles en cada momento de la historia, para que las instituciones sean siempre útiles al pueblo de Dios.